“Había una vez un perro”
Al cumplir Irene un año y medio, empezó a rayar papeles, jugar con sellos y a untarse con pintura. Cada vez que estábamos dibujando juntas, ella me pedía que le pintara un perro. Con toda la inseguridad propia de sentirme una “mala dibujante”, y con el temor ridículo de defraudar a una niña de un año y medio, siempre le pintaba el mismo mamarracho: un perrito de medio lado, siempre mirando para la izquierda, sin ojo ni boca, solo con una silueta que mostraba dos patas, una cola y una oreja. Este perrito se fue convirtiendo en un símbolo para mí, de lo que eran las expectativas auto impuestas en los procesos creativos. De revisar el muy consabido cliché sobre la espontaneidad de los niños y el regreso a una infancia creativa, lejos de las ataduras del mundo del arte de los adultos. Empecé a dibujar este perro en el tablero de la casa, en libretas, en papeles sueltos, y también como parte de nuestros juegos pictóricos y del tiempo que pasábamos juntas. Ella siempre me pedía el perro. Hasta que fue cambiando, porque eso hacen los niños, cambian de gustos a la misma velocidad a la que absorben el mundo. Ella superó el perro y yo me quedé con él como la excusa perfecta para pintar, para jugar con colores y con formas. El perro empezó a llenar mis pinturas a partir de la idea de los rayones, tachones y diversos niveles y capas de información que yo encontraba en los primeros dibujos que hacíamos juntas. El perro no era una creación de una niña de un año y medio, era una creación de una artista asustada por el tiempo que había pasado sin pintar, y fue un salvavidas. De ahí en adelante la serie que contiene los perros se convirtió en un trabajo mío que me permitía la exploración de la pintura sin la atadura del tema, jugando con pintura y con dibujo, con la composición, con la repetición e intentando unir dos mundos. Por cada variación de formato y de ensayos pictóricos inconscientemente empecé a hacer dos pinturas de cada una, hasta que fui consciente de esto y continué con esta manera de trabajar. Estas parejas de pinturas reflejaban esa unión de dos mundos, del rigor autoimpuesto de mi forma de trabajar seriamente, unido con la soltura y flexibilidad de los locos trazos de una niña que empezaba a caminar y a hablar.
Los formatos de las pinturas son diversos, de ahí también la idea de un trabajo colectivo, de permitir que otros permeen nuestro trabajo. Algunos formatos juegan con la idea del alargamiento narrativo horizontal, otros amplían las proporciones de un papel tamaño carta de donde surgieron las primeras imágenes de este animal. Unas pinturas permiten que la imagen del perro se desdibuje como mancha, en otras la línea lo hace reconocible y firme.
Las pinturas intentan construirse a partir del juego de la forma del perro, en combinación con la exploración de mancha y de línea. Pinturas hechas en acrílico sobre lienzo, pero que al final tienen también el juego de la barra de óleo que les da la visión también de lo informal, de lo abocetado, de la pintura que no quería volver a ser tan seria y rigurosa. En el juego del taller también surgió la idea del trabajo con el sello, en colaboración con Irene, como ese objeto que existe tanto en el mundo de los grandes como en el de los niños. Los adultos usamos el sello para dejar constancia, para fechar, para firmar y recibir, los niños lo hacen igual, para dejar su huella, para ver que la misma imagen se puede repetir incontables veces, para ejercer fuerza sobre la superficie que recibe el sello, para jugar. A partir de una serie de pinturas sobre papel que hicimos juntas a medida que ella iba creciendo, el sello entró a ser ese elemento repetitivo que ordenaba la pintura y al mismo tiempo la mantenía atada a ese símbolo, a ese perro, símbolo de la búsqueda de la creatividad y del nervio creador en los lugares menos esperados.
El perro en la pintura no es un tema nuevo, existe desde los relieves de Mesopotamia, aparece acompañando retratos barrocos, y llega hasta artistas del siglo XIX como Gauguin o del XX como Picasso, Giacometti, Warhol, Jeff Koons y Rodrigue. Cada perro ha entrado en el mundo del arte por diversas vías y en este trabajo el perro entra como imagen de una forma que enlaza dos universos y al mismo tiempo entra en el juego creativo como esa imagen que abre un mundo entero de posibilidades. Finalmente la principal diferencia entre estos perros y los de otros artistas, son que este perro nace del gesto espontáneo, guiado por el temor a no saber representar “bien”, y que me llevaron a un nuevo reconocimiento del potencial de la pintura que se permite a si misma ser y existir.
Verónica Uribe Hanabergh